Tenía once años cuando tuve un encuentro fortuito con una bella escultura de la Virgen María. La recuerdo vívidamente, era de mármol blanco, medía aproximadamente metro y medio; se parecía mucho a la Dama de Luz que había visto de pequeña. Me encantaba sentarme en las primeras filas de la capilla del colegio e imaginarme recibiendo su amor. Sin embargo, había una cosa que me perturbaba: “¿Por qué esta imagen que inspiraba tanto amor aplastaba la cabeza de una serpiente negra?”. Sentía una gran contradicción que no entendería hasta pasado mucho tiempo.